domingo, 19 de diciembre de 2010

d'innombrables heures~


De a poco retiró el labial carmesí que tanto la identificaba. No quería oír más halagos superficiales, solo deseaba leer mentes, más que nada corazones, y que también pudieran leer el de ella.
De vez en cuando creía que podían leer su mente y la aterrorizaba eso, pero para corroborar que no era así, pensaba con detalle lo que nunca había dicho, y que quería con todo su ser decir, lo cual hubiera destrozado infinitos suspiros. Pero nadie reaccionaba sospechosamente cuando esos momentos pasados se reproducían como obras teatrales en su cabeza.
Pensaba que su madre quizás sería capaz de tener ese don, pues siempre fue alguien especial para ella, pero luego oía unas cuantas palabras y notaba que era como todos los demás, y una lágrima bastante aislada se deslizaba por su tostado rostro.
Se sentía algo débil moralmente y su conciencia volaba por entremedio de las partículas de polvo, y volvía para aterrizar junto con remordimientos formados del polvo tal vez, porque su fuerza de voluntad era más cobarde que ella.
Solía escribir historias y sentimientos inventados, con la típica escencia del amor, pero ella no amaba... no de esa forma.
Tomó su bolso rojo desteñido, bajó la escalera con cuidadosos pasos para no despertar a nadie, revisó la despensa y saboreó algunas galletas de miel, salió a la húmeda calle poco transitada, observó el bosque, respiró profundo y caminó por más de media hora, llegando a la laguna en medio de la nada, se recostó en los salvajes pastizales sin importarle que estaba mojado de rocío. Tan solo quería apreciar ese azul especial del cielo cuando aún no es noche ni día. Quería renovarse, no ser ella en ese momento, mejor sacar su corazón y rasparle todo ese asqueroso sentir, aunque quedara nada más que un trocito, hubiera sido feliz así.
Ya no podía llorar.
Pasaron creo que mil doscientas horas porque ya no tenía aroma a loción de vainilla, que era lo único dulce en ella. Y pensándolo bien, ya sé por qué comía tantos caramelos.
Abrió sus pequeños ojos extranjeros falsos y recordó que aún le quedaba una galleta de miel. Cerró nuevamente los ojos y durmió diez minutos más, era lo mejor que hacía, para acortar el tiempo. Miró su reloj de mariposas y ya era hora de que todos en casa estuvieran despiertos y su obediencia siempre la obligaba a hacer lo que no quería, por lo que sacudió de su cuerpo las hormigas que se aprovechaban de su somnolencia. Cruzó su bolso rojo por su hombro y caminó más de media hora. Al llegar a la húmeda calle poco transitada miró el bosque, respiró profundo, entró a casa, subió delicadamente la escalera, notó que aún todos dormían, se metió en su habitación, dejó su fiel y gastado bolso rojo sobre la cama, sacó su lápiz labial de su estuche hecho de cierres y pintó sus labios rojo carmesí mientras la segunda lágrima del día se deslizaba por su rostro, la cual era interrumpieda por sus siempre frías manos.-

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